lunes, 22 de febrero de 2016

Tiempo.

No esperaba que al mirarme al espejo
encontraría esas ojeras oscuras
bajo unos pómulos marcados que
hace tiempo habían desaparecido.

No podía siquiera sonreír:
si lo hacía, algo me electrificaba.
Parecía que la soledad me daba la mano,
parecía que la capucha, los cascos, la música y los libros eran mis únicos amigos.

Si hubieras querido darme la mano,
calentarme en este invierno tan frío,
te hubieras congelado
como Jadis hizo con el señor Tumnus en Narnia.

Si hubieras querido abrazarme,
sentir ese olor tan profundo, recordarlo y guardarlo,
te habrías roto
como el vaso cuando tocó el suelo.

Si hubieras querido hacerte una foto,
haber cogido aquella que aún perdura en mi mesilla de noche
y compararlas,
no habrías podido establecer ni un principio ni un final.

Y es que el tiempo cambia,
los pensamientos fluyen,
las estaciones vuelan,
los sentimientos tienen establecidos un espacio en el museo de la vida,
las facciones viajan de temporada a temporada, sin volver a ser las mismas,
y uno mismo deja de ser quien era.

Ayer caí en un charco y me mojé,
hoy el sol golpea mi cara,
y mañana... ¿Mañana qué será de mí?
Lo único que sé es que no volveré a ser el de ayer,
al que querías abrazar o fotografiar,
porque sé quién eres.
Sé cómo eres, maldad.

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